Yo los miro y digo: caramba, ¿quién le dio la vida a quién? Porque siento que ellos me dan la vida, la fuerza para luchar

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Una casa puede decir muchas cosas de quienes la habitan.

La de Zahraa, por ejemplo, dice que una mudanza se avecina: el living ya no tiene la mesa y apenas quedan un par de sillones de madera, y contra una pared de la cocina hay bolsas de ropa como signo de tiempos de cambio. También dice que la gastronomía es clave en la comunicación del hogar: sobre la barra que separa los ambientes principales hay manakish casero para el desayuno, y aunque estamos en el Chuy, en un domingo soleado, esa masa crujiente bañada de pasta de orégano y sésamo es capaz de hacernos viajar, por un rato, directo a suelos árabes. Y además dice que hay amor: en la puerta de uno de los cuartos cuelga el dibujo a lápiz de un corazón con alas, el resumen perfecto de una aventura que se cuenta entre tres países y la fuerza invencible de una madre.

En agosto de 2019 Zahraa salió de Venezuela, donde vivió casi 14 años, donde nacieron sus cuatro hijos y del que se fue atosigada por la crisis económica, y llegó a Uruguay, donde la esperaban un hermano, la posibilidad de trabajar juntos y la promesa de un futuro mejor. Fueron cinco días de viaje junto a Hussein de 12 años, Mohamed de 10, Zainab de ocho y Ali de cuatro. Un periplo bien distinto al que había vivido en 2006, cuando recién casada y con escasos 16 años, dejó a su familia y su Líbano natal para escribir su propia historia al otro lado del Océano Atlántico.

“A ninguna madre le gusta salir del país donde nacieron y crecieron sus hijos. Los estás mudando a un país donde no sabemos cómo nos van a recibir, si voy a conseguir lo que vine a buscar que es trabajar y crecer profesional y personalmente”, dice Zahraa. “Pero gracias a Dios nos fue bien”. 

La sonrisa que acompaña esas palabras le realza los pómulos, perfectamente enmarcados en el hiyab de arabescos dorados, y suaviza una crudeza latente que hace ver que la vida, muchas veces, es cuestión de perspectiva. Porque en su momento más crítico en Uruguay, tuvo que decidir entre pasar demasiadas horas trabajando fuera de casa y lejos de los niños por un sueldo insuficiente, o renunciar al ingreso fijo pero asegurarse de estar donde, como madre, sentía que tenía que estar.

Porque Zahraa es libanesa, es mujer, migrante, cocinera, amiga, luchadora. Pero sobre todo es madre, y eso, a ella, la define.

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Zahraa entiende que aquí le ha ido bien porque su “único” problema ha sido la falta de empleo y por ende, en ocasiones, la falta de dinero. Pero en Venezuela era peor: no se conseguían alimentos, productos de primera necesidad o acceso a la salud, y esa situación no discriminaba por clase social ni posición económica. En Uruguay, en tanto, pagar una factura o un alquiler podrá ser complejo, pero un plato de comida en la mesa no faltará.

En 2021, la plataforma R4V, que reúne a agencias de Naciones Unidas, agencias estatales y ONGs para atender la crisis migratoria venezolana hacia otros países latinoamericanos y caribeños, aseguró que de los casi cinco millones de personas que salieron del país hacia el continente y la región, la mitad son mujeres de todas las edades. Y estimó que más del 25 por ciento de las personas refugiadas y migrantes de Venezuela eran menores de edad, según datos proporcionados por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). 

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Atención a mujeres con niños, niñas y adolescentes
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MAPA CENTROS EDUCATIVOS

4 - 5 años

Al migrar, el objetivo de Zahraa fue instalarse en Maldonado, pero terminó en el Chuy, donde la particularidad de vivir en el borde de dos países tarde o temprano pasa factura. Tras casi dos años trabajando en supermercados brasileños, se vio imposibilitada de renovar los papeles exigidos en el vecino país, por el hecho de ser refugiada uruguaya. Pero la protocolar no fue la única limitante que enfrentó: hacía jornadas de nueve horas diarias por un salario de 1700 reales que no llegaba a 15.000 pesos uruguayos, con el que apenas cubría el alquiler y el sueldo de una niñera que cuidaba a los chicos todo ese tiempo. En paralelo, preparaba comida árabe para vender y pagar gastos fijos y las necesidades del día a día.

Sin embargo, aún en las peores horas, a Zahraa le pesaba más no estar presente como madre que los obstáculos económicos. “Porque ellos nunca han estado sin mi presencia en casa. Y si pierden ese calor de mamá, eso les afecta. Porque no estás pendiente de si el niño estudió, de todas las cosas que pasan con la niña en clase, del más grande que ya se desarrolló; no estás al lado para hacerlos sentir que mamá está aquí. Ellos precisan de uno; por más que crecen, no pueden criarse solos porque se pierden. Entonces lo mirás así: o trabajas y se quedan solos, o no trabajas y te quedas con ellos. Y se me hacía muy difícil tomar esa decisión, pero pierdo el trabajo o pierdo a mis hijos”, expresa.

La mayor dificultad que enfrenta una mujer madre migrante es, quizás, la que tiene que ver con los cuidados. Sin núcleo familiar o red de contención como la que puede tener en su país de origen, queda atrapada en un laberinto sin salida: sin dinero ni apoyo, ¿cómo se hace para salir a trabajar si no hay dónde dejar a niños y niñas?

Con la implementación por ley, en 2015, del Sistema Nacional Integral de Cuidados, los Centros de Atención a la Infancia y la Familia (CAIF) cobraron vital importancia con su enfoque integral. Aunque la pandemia del coronavirus y el cambio de autoridades gubernamentales hayan hecho mella en el funcionamiento del aparato SNIC, cuya dinámica está en constante discusión, hay una serie de servicios destinados a la atención a la niñez.

En los CAIF, que están en la órbita del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU) y que para niños de dos a tres años operan en jornadas largas en todo el territorio nacional, también funcionan los Programas de Experiencias Oportunas. Son una intervención comunitaria que, con talleres, estimula a niños entre 0 y 24 meses y aborda a su estructura familiar; es decir, exige la participación de un adulto responsable. 

En Uruguay también existen los Centros de Atención a la Primera Infancia (CAPI), que ofrecen atención diaria con un modelo de ocho horas que contempla flexibilidad horaria en función de las necesidades de la familia; si bien apunta a menores a tres años, se concentra en la franja de 12 a 24 meses. Están además los centros Nuestros Niños, con modelos participativos y descentralizados que cubren la franja de niños -entre seis meses y tres años- y familias en situación de vulnerabilidad.

Pero específicamente para bebés a partir de 45 días, la oferta se acota a las Casas Comunitarias de Cuidados, que atienden durante ocho horas diarias (máximo) a pequeños y pequeñas de hasta 12 meses o, excepcionalmente hasta 36. Para acceder a ellas, las familias deben ser postuladas por los programas de acompañamiento familiar del INAU, el Ministerio de Desarrollo Social, o programas con los que haya un acuerdo concreto. Están pensadas para localidades donde no existe otra oferta de cuidado para la primera infancia y según la guía de recursos del MIDES, hay 17 en todo el territorio.

A la lista se agregan, además, otros modelos del INAU para estudiantes con hijos o para el sector empresarial, más las opciones de la órbita privada (guarderías, jardines, etc.).

Pero aunque en 2019 las autoridades del INAU declaraban que Uruguay era el país con mayor cobertura de educación y cuidados de la región para niños de entre 0 y 3 años, y proyectaban para 2021 una asistencia 86.000 niños entre CAIFs y CAPIs, la intersección mujer migrante con un bebé a cargo aún es vista como la más vulnerable.

“Lo que le pasa a las mujeres migrantes es que no tienen ese dos social que te da vivir en tu país”, explica Carmen Rodríguez, psicóloga de UNICEF. “Porque por más que estés en la pobreza, la vecina, la hermana, la prima, toda esa red mínima con la que más o menos todo sujeto vive, la mujer migrante no lo tiene. Entonces vive lo que le pasa a toda mujer pero por tres, cuatro, lo que quieras multiplicar. Entonces se empieza a precarizar la vida y llegan a un extremo de no tener comida ni pañales ni nada, pero no pueden tener las manos libres, para trabajar, salir a vender algo, a buscar, a mover la vida”.

Para Carmen, la clave está en diseñar una política pública que les permita a las madres dejar a sus bebés en un contexto seguro, al menos durante seis horas, lo suficiente para sostener un empleo.

Maternidad - Zahra

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Hoy los hijos de Zahraa tienen entre seis y 14 años y van a la escuela y el liceo público, a la que niños y adolescentes extranjeros pueden ser inscriptos con la cédula de identidad o con el documento con el que hayan entrado al país, tal como lo explica la Guía para el acceso de migrantes al sistema educativo.

La adaptación ha sido buena y para demostrarlo, le pide a Mohamed que hable “uruguayo” y él cumple con gracia natural. Dirá que nació para ser actor de Hollywood y puede que haya algo de eso: en esa casa, el carisma parece cuestión de herencia.

Zahraa también resalta que Zainab tuvo un recibimiento “muy lindo” en la escuela, donde directores y maestros le explicaron a los alumnos que el uso del hiyab se debe a una fe religiosa. “Yo no sabía que Uruguay tenía esa libertad tan grande. Puede ser que no estén de acuerdo con tu religión, pero respetan mucho”, resalta esta mujer que aprendió sobre maternidad lejos de su propia madre, a quien no ve desde que dejó el Líbano, hace 15 años. Esperaba, al momento de esta nota, que la situación cambiara pronto. Y aseguraba: “A mi hija no la voy a hacer casar y que se vaya lejos de mí, porque en sí, en la vida necesitas más a tu madre que a tu propio marido”.

Lejos de casa, que es el Líbano pero también es Venezuela, Zahraa se ocupa de que sus pequeños aprendan el idioma árabe, la lectura del Corán y todo aquello que para su cultura es haram, es prohibido.

En esta nueva casa, que puede ser el Chuy o Maldonado, donde finalmente se instalará ahora, Zahraa sortea cualquier obstáculo porque ante todo, sobre todo, es madre.

“Yo los miro y digo: caramba, ¿quién le dio la vida a quién? Porque siento que ellos me dan la vida, la fuerza para luchar”, reflexiona. “Como toda persona una siente que se cae. Pero dejarlos en clase cuatro, cinco horas, e ir a recibirlos con un abrazo, eso ya me vale mucho, porque en esas horas me hacen falta y yo a ellos. Tener ese cariño de alguien que te ama tanto, que tú le diste la vida pero a la vez ellos te están ayudando para seguir viviendo todos los días, eso son los hijos”.

Esa conexión es el papel sobre el que Zahraa, hoy, sigue escribiendo su historia. Y no importa que no logre explicarla con palabras: en la puerta de uno de los cuartos de su casa cuelga ese corazón rojo, radiante, con alas, como símbolo de un amor que puede cruzar cualquier frontera, que puede hacer lo imposible por superarlo todo. 

Maternidad - Zahra

Zahraa

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