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Es un miércoles por la tarde y en el corazón de Ciudad Vieja, el casco antiguo de Montevideo y barrio que más concentra la población migrante de la capital uruguaya, una gruesa puerta de madera se abre. Del lado de adentro, quien gira el pestillo es una mujer alta, de piel negra reluciente. Lleva puesta una sonrisa en los labios y en los ojos. 

Sí, sus ojos también sonríen.

Vestida con colores vívidos, al igual que la puerta y la fachada del predio en el que está, invita a la persona que aguarda del lado de afuera a que pase. Mientras suben los cuatro pequeños escalones que llevan al hall, le pregunta si acepta un café o un vaso de agua y le propone que se siente en una de las sillas esparcidas por el lugar. La luz del día que entra por la claraboya le da una sensación de hogar al caserón antiguo, que rebosa de actividad. En una habitación hay una reunión, en otra un taller literario y en otra se escucha música y hay gente bailando. Al fondo, desde la cocina, llega un rico olor a café recién hecho y de ahí vuelve a salir la mujer de sonrisa grande y presencia imponente. Con dos tazas en las manos, ofrece una a la visitante y se presenta. Su nombre es Dignora, es cubana, y hace tres años que vive en Uruguay.

La escena sucede en la sede de Idas y Vueltas, organización sin fines de lucro que hace parte de la Red de Apoyo al Migrante. Con la taza ya en sus manos, la joven mujer cuenta, con emoción y cierta excitación en su voz, lo que la llevó hasta allí. Recién llegada al país, necesita asesoramiento con un par de cuestiones. Eligió Uruguay para recomenzar y tiene muchas expectativas por lo que vendrá, pero las últimas semanas no han sido fáciles. Dignora empatiza rápidamente. A final de cuentas, aquella historia es más que familiar: con sus propios matices, ella también la vivió.

*

En 2018, con la esperanza de superar dificultades económicas y buscar mejor calidad de vida, Dignora emprendió su proyecto migratorio hacia el sur del continente. Le llamaba la atención la aparente tranquilidad de un país chico con una economía estable, e hizo una larga búsqueda para saber cuáles eran los beneficios de vivir en Uruguay. El idioma, una ley de migración que iguala en derechos a todos los ciudadanos en el territorio nacional (la 18.250) y un sistema de salud gratuito fueron los principales puntos a favor. Con el destino decidido, partió junto a su esposo y una hermana. En Cuba dejaba a su hijo, con el sueño de preparar las condiciones para traerlo.

“Salimos a buscar mejor economía, a abrir nuestro intelecto, tratar de ayudar a nuestros familiares, crecer como profesionales. No teníamos nada que perder”, comenta.

Dignora conforma un flujo migratorio de isleños que en los últimos cuatro años se tornó el tercero más numeroso en Uruguay, solo detrás de Argentina y Venezuela. Pero a diferencia de esos países, a la comunidad cubana se les exige una visa para ingresar al país. Por eso, muchas personas que migran desde allí realizan una verdadera travesía cruzando Guyana y Brasil para llegar a Uruguay por frontera seca. Para entrar al país de forma regular solicitan estatus de refugiado, al cual luego tendrán que renunciar para empezar, ahora sí, la solicitud de la visa. Es un comienzo difícil para quienes, además de regularizar su situación migratoria, tienen que encontrar vivienda y trabajo a la vez.

Para Dignora, solicitar la visa fue una verdadera odisea, ya que el trámite debe ser iniciado por el mismo punto de ingreso al país. “Entré por el Chuy, entonces tenía que ir para rechazar el refugio, no podía ser en otra frontera. Después sólo podía tramitar la visa en frontera también. Cuando te avisaban, tenías que ir otra vez a retirar la visa e ir a Migración para empezar un trámite de residencia”, repasa. Los costos de traslado, además, le fueron consumiendo la poca plata que le quedaba.

Con pocos recursos y todavía sin la cédula uruguaya para extranjeros en su poder, la primera vivienda a la que accedió fue una pensión en Ciudad Vieja. Las pensiones suelen ser el albergue inicial para quienes no tienen la posibilidad de alquilar un inmueble, y aunque no exigen muchas condiciones, pueden contar con poca infraestructura, situaciones de irregularidad, precios abusivos y hacinamiento. “Vivíamos alrededor de casi 50 personas, compartíamos tres baños y una cocina. Era muy triste. Y cuando reclamábamos con el dueño de la pensión, nos decía que la puerta estaba abierta y que si queríamos, nos fuéramos”, recuerda.

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La garantía para acceder a una vivienda en Uruguay es un respaldo presentado por el futuro inquilino al propietario del inmueble a arrendar. Puede tramitarse a través de aseguradoras particulares, por determinada suma de dinero o a través de un inmueble a nombre del inquilino. A su vez, el Ministerio de Vivienda uruguayo brinda un beneficio llamado Fondo de Garantía de Alquiler, que permite acceder sin costo a un certificado de garantía con respaldo estatal. Pero para obtenerlo se necesitan, además de cédula uruguaya, tres meses de antigüedad laboral en el país.

Todas estas exigencias, que Dignora no tenía cómo cumplir en aquel entonces, hicieron que su estancia en la pensión durase un año. Fueron días difíciles donde el desasosiego y la angustia se hicieron presentes. Recordaba su casa en Cuba, extrañaba a su hijo, y empezaba a cuestionarse si todo lo que estaba atravesando valía la pena. “Todos los días lloraba porque quería regresar”, cuenta.

En uno de esos días de llanto fácil y muchas dudas, volviendo de su trabajo de empleada doméstica con los brazos cansados de limpiar pisos de casas ajenas, se detuvo ante aquel caserón de fachada colorida. Había escuchado sobre una ONG que “ayudaba con los papeles”, y en ese momento llegó con la necesidad de regularizar su situación e informarse respecto al trámite para obtener la residencia. Pero el contacto con la institución fue un divisor de aguas en su proceso migratorio.

Empezó asistiendo a los espacios de bienvenida y se involucró cada vez más, hasta dictar clases de salsa y aportar en los talleres literarios. Allí comenzó a establecer sus primeros vínculos de amistades con uruguayos y otros migrantes en su misma situación, y así, el espacio de ayuda y contención posibilitó una integración a nivel emocional.

Integración - Dignora

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Superado el obstáculo de la documentación y con una red de apoyo que empezaba a nacer, urgía conseguir una vivienda y un trabajo acorde a sus calificaciones. En Cuba estudió licenciatura en Química, periodismo y un curso técnico en salud y seguridad del trabajo; trabajó 11 años como profesora, fue periodista en una radio y técnica en salud laboral en una empresa. Pero desde que migró, al no tener la documentación exigida para revalidar sus títulos, no ha podido desempeñarse en sus áreas de actuación. Aún está en sus planes. 

Su escenario empezó a cambiar conforme fue tendiendo nuevas redes. El giro que le faltaba vino tras hacer un curso gratuito de atención al cliente, dictado por el Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional (INEFOP). Esa oportunidad, sumada a su extenso currículum profesional y las ganas de emprender, impulsó la apertura de su propio almacén. Así, tras alcanzar la estabilidad económica para alquilar una vivienda, Dignora pudo cumplir otro objetivo: traer a su hijo desde Cuba y reunir parte de la familia.

“Cuando decidí irme de Cuba le dije a mi hijo: ‘Tú no vas. Yo te voy a abrir el camino, pero si yo corro algún riesgo lo corro yo, no te voy a arriesgar a ti. Si en un año veo que no te puedo llevar, me regreso’. Y mi hijo tiene 27 años”, cuenta. “Miro a las mujeres que andan con un niño en un brazo, menor de edad, y mucha gente las juzga, se preguntan por qué lo hacen. Pero cuando vas a conversar con ellas te dicen que no se sentían con el valor de salir y dejar a sus hijos atrás. Yo las entiendo, porque van a defender a sus hijos como unas leonas. Me siento identificada, aunque no todas vengamos en la misma situación”.

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De recibir una mano tendida a tender la suya a otras mujeres. Hoy Dignora hace parte de Idas y Vueltas como voluntaria y socia y pone a disposición su tiempo, su escucha y su abrazo. “Llegué a Idas y Vueltas, recibí atención, amor, cariño, y quise retribuir”, declara.

En ese espacio, el relato de problemas enfrentados por cada persona que se acerca es lo habitual, y es ahí donde el calor humano y las palabras de quien pasó por situaciones parecidas hacen la diferencia. “Me pongo en los zapatos de cada uno porque yo sé cómo se sufre. A veces con compartir un café y charlar, el ánimo cambia”, explica.

La fuerza que transmite en su semblante es la misma con la que afirma: “Me siento comprometida con cada migrante que llega a ese país. Siento la necesidad de ayudar, lo necesito como ser humano”. Para ella, la migración como un derecho, libre de visados, es un deseo, una bandera y también una filosofía de vida: “Que cada uno pueda cumplir sus sueños donde se sienta feliz”.

El sacrificio que supuso dejar su tierra, sostenido por el sueño de crecer y prosperar, Dignora lo hace valer cada día. A primera hora de la mañana sube las persianas de su almacén para empezar otra jornada de trabajo. Con el tiempo, la desconfianza de los vecinos fue quedando atrás y muchos de ellos hoy son clientes. Los momentos difíciles aún aparecen, pero en su forma de ver la vida hay una especie de compromiso con la alegría.

Dejadas atrás las limitaciones que sentía en Cuba, tres años después la recuerda con cariño. Al hablar de la isla, su rostro se ilumina. Extraña los sabores, olores y colores de su país, pero no podría estar más orgullosa de su trayectoria, y asegura: “Estoy feliz. Siento que he triunfado”.

Integración - Dignora

Dignora

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